Amos Smith
Periodista
En la extinta Sucursal del Cielo, con los servicios públicos parapeteados, la gente lo dice bajito, como con pena, en los cafés, en los comercios, en las areperas, en los salones de belleza, en las colas de los pensionados, en los bancos, en los supermercados, en las estaciones de gasolina sin colas, como si se tratara de una Narnia en el Caribe… Caracas es una burbuja.
Como la guayabera, afuera de la burbuja, en el interior del país, donde el agua, la luz y el gas son visitas de médico, con infinidad de comercios cerrados, con colas infinitas en las estaciones de gasolina, donde cualquier necesidad es un viacrucis, donde nada sucede y el tiempo parece detenido, como en una sala de cuidados intensivos (si hay luz).
Aquí, en lo que suelen llamar el interior del país, a cualquiera se le quiebra el espíritu. Es como si hubieran convertido la provincia en un inmenso campo de concentración (eso sí, sin salas de gas, porque no hay). ¿Qué nos pasó?. Cómo pasamos del país campamento, donde lo provisional se quedaba para siempre, magistralmente descrito por el maestro Cabrujas, a esta involución llevada a rancherización mental de un país que, a pesar de todo, se proyectaba como el más prometedor de la América del Sur. En las matemáticas de la sociedad venezolana solo aplica la resta y división. ¿Será que éramos zombies y no lo sabíamos?.
Tampoco hay que ser un Aristóteles para darse cuenta de que dentro de esta burbuja se pueden ver las goteras. Como por ejemplo, decirles que mientras escribo esto, en un café, en las inmediaciones de Sabana Grande, la luz ha parpadeado unas cuatro veces. A través del inmenso vidrio que separa el local de la calle, veo a tres niños muy entretenidos con una bolsa de basura. Veo pasar a dos ancianitos agarrados de las manos y con una cara de angustia que no encuentro cómo describirlos, seguramente preocupados porque sus pensiones no le van a alcanzar para mucho. Quizás, hasta el almuerzo de mañana. Observo pasar a una muchacha tan flaca que se asemeja a un espanto torturado por el sol de la mañana avanzada, con el detestable morral tricolor y una escoba en la mano. Es una de las barrenderas que deambulan a montones por las calles de Caracas sin limpiar nada. Son muchas goteras para unos pocos minutos de observación en campo.
¿No les parece?
En medio de esta aplastante derrota popular, uno de los expertos en la creación de las inutilidades para el entretenimiento del circo nacional en el que nos han convertido despierta en medio de la noche. Es uno de esos creativos, fabricante de las excusas más insólitas, que sueltan los ministros del régimen sin rastros de vergüenza alguna. El ha tenido, en medio de su sueño, una epifanía, una iluminación para oscurecer aún más a nuestro azabache cotidiano.
Me imagino a este genio propagandista de la miseria en una pulcra sala situacional, revelando su novedosa estrategia para que el disparate siga perdurando sobre cenizas y todo ceremonioso diciendo:
– Ya sabemos que en esta guerra eléctrica ya no hallamos a qué animal echarle la culpa, que con la crisis hídrica se nos han secado todas las explicaciones posibles… (Interrumpo momentáneamente lo que estaba escribiéndoles para contarles de una mano que se posa sobre el vidrio a mi lado, a la altura de mi cara. Se trata de un señor de barbas encanecidas que ha dejado a su lado, en la acera, a una señora en una desvencijada silla de ruedas, que presumo su esposa. En la mímica a través del vidrio, el señor me pide un pan. Cómo negársele a una imagen tan conmovedora, que le movería el piso hasta al rey maluco de Juego de tronos, al mismísimo Joffrey Baratheon. Otra gotera más).
Retomemos la historia con el asesor de la miseria…
– Ya la gente se está cansando de que le echemos la culpa al imperio de toda vaina. Anoche tuve un sueño revelador, una visión, para librar de tantas culpas injustas, por demás, a nuestra inmortal y heroica revolución. Porque aquí todos sabemos que para salvar esta gesta libertaria y popular, lo que necesitamos es ganar tiempo. Digamos que nuestro glorioso pueblo necesita, digamos, unos treinta años más, para comprender nuestro proyecto de soberanía absoluta y la multiplicación de su felicidad para siempre.
– Pero bueno chico, deja de hablar tanta paja y suéltalo de una vez -, le dice un señor corpulento de bigote que preside la reunión.
– Para seguir justificando los momentos…digamos que ligeramente difíciles… los pequeños inconvenientes que atraviesa la patria, se hace urgente la necesidad de encontrar un culpable absoluto a todo esto. Aquí hay mucha gente malagradecida que anda diciendo que todo es culpa nuestra y este pueblo, amado desinteresadamente, merece que le demos a alguien de quien no exista ninguna duda de su culpabilidad.
– Estás conspirando contra mi paciencia. Te ordeno que lo digas de una vez -, le reclama el señor bien papeado del bigote.
– Todos ustedes saben que el sabotaje permanente a todos los servicios públicos del país necesitan un culpable. Para preservar nuestra permanencia en el poder, ya sabemos que no queremos soluciones, porque la gente va a dejar de pensar en sus problemas y después la van a agarrar contra nosotros… Lo que necesitamos es un culpable permanente.
– ¿Un culpable permanente? Me gusta esa letra.
– Exactamente. La idea es que dejemos a todo el interior del país a su suerte y concentremos nuestro esfuerzo en la capital para mantener los servicios públicos funcionando como sea. Al fin y al cabo la provincia solo es monte y culebra. Esa gente sin luz, sin agua, sin gasolina, con la comida carísima no va a tener tiempo ni para reclamarnos nada.
– ¿Y la capital?
– Allí está el detalle. A esto lo llamaremos resentimiento geográfico. La capital es la culpable ante el resto del país. No seremos nosotros. Ya aquí hemos puesto a pelear a todo el mundo. Desde familias hasta a la oposición. Esto es algo más trascendental. En la capital la gente calladita y conforme y en el interior la gente desanimada, cansada y sin ganas de pelear y la capital se nos queda tranquilita con su complejo de culpa.
– Eres un genio muchacho. Ni Maquiavelo pues. Te mereces una caja de Clap semanal. Que están esperando. Hagamos una burbuja en la capital y el resto del país queda por fuera, como la guayabera.
Alguien de la sala situacional pregunta ¿y si la burbuja revienta?
– Dios proveerá… Esta epidemia de conformismo que hemos sembrado en estos veinte años, alcanza para todo. Je, je, je…